Brad
Elia Casillas
Nos acostumbramos a verlo con los pies desabrigados y en las huellas que abandonaba al caminar, se advertía la costumbre por la tierra. Un pantalón corto lo amparaba del invierno que, le ponía la piel cenicienta, la camiseta deteriorada por el lavadero era serena, pero él, él, eternamente tenía una sonrisa para todos y la firme disposición de ayudar a cualquiera por una moneda. Sus frondosos cachetes y la enorme mirada negra, le daban un aire de mexicano dispuesto, el cabello desordenado le cubría la frente, quizás tendría ocho o diez años, no más. Al finalizar el partido, cada jugador salía escoltado por él, ya fuera con la maleta de béisbol, o simplemente entrevistándolos acerca del partido y no los soltaba hasta llegar a la puerta del automóvil, despidiéndolos de abrazo y apretón de mano. Todos le proporcionaban dinero para que sobreviviera, algunas veces una sonrisa, o simplemente un arrumaco en la cabeza, lo hacían rey del cielo. Volteaba hinchado de emoción, y veía a todos los aficionados que esperaban por un autógrafo, como diciendo, “ellos son mis amigos”. Sinceramente con sus poquitos años, era el guardaespaldas oficial de los Algodoneros de Guasave, misión que cumplía al pie de cada juego, perdiera el equipo o con la victoria en la maleta, siempre estaba ahí, noche tras noche. Pero un buen día, llegó al equipo un joven norteamericano, tercera base de oficio: Brad Seitzer, entonces, la cara del Gordito reflejó lo que hace la felicidad en un ser humano. Su hogar constantemente fue la central de autobuses, sitio donde lo esperaba una banca para desatar sus fantasías, como buen niño trabajador, los guardias del lugar nunca lo corrieron. Un día, el Gordito apareció en un viaje del equipo. Recuerdo que era en Mazatlán, Brad costeó sus gastos, cuando lo ví, traía zapatos deportivos recién estrenados, calcetas, un pantalón de mezclilla y una camiseta de marca. Su rostro… Si, el rostro del Gordito soltaba una sonrisa, los ojos tenían un brillo constante, un resplandor que venía de un alma restaurada. Entre los jugadores Greg Martínez, Brad Saizer y Gubanich le compraron ropa y calzado, Aurelio Rodríguez (el manejador) le consiguió un uniforme para que anduviera con ellos en los viajes. El Gordito bailaba entrada, tras entrada, y el público aplaudía la soltura del niño para ambientar el juego, su alegría era contagiosa y de alguna manera en el equipo se apreciaba el buen humor.
Lo asombroso fue que no cambió su actitud anterior, permaneció siendo el acompañante oficial de los Algodoneros de Guasave, a la salida del parque. En esa temporada, el Gordito no cambiaría su Imperio con el niño más rico del mundo, sólo de observarle el orgullo cuando salía como salvaguardia de los jugadores, y las interrogantes que despertaba en la gente cuando lo veían de compañero de los peloteros en restaurantes de lujo, en los que el Gordito, quizá, ni siquiera tuvo en sueños, las noches cuando se dejaba ir en aquella banca. Hace dos años vi al Gordito en Guasave, vende de todo en el estadio, continúa siendo un joven acomedido, en cuanto me vio, vino a saludarme y entonces recordé que un día en la Escuela de Escritores hice este relato que el tiempo mezcló con desatención. Hoy de manera inexplicable el Gordito apareció y lo muestro para que ustedes presencien esta cara de los jugadores.
Felicitaciones a todos los niños que trabajan en los Estadios y ojalá que algún día, se cruce en su camino un jugador como Brad Seitzer, quién trajo un milagro de amistad, a la vida de este muchachito mexicano.
Navojoa Sonora Diciembre /6/2003